Nuestro pensamiento es creador, algo que intuimos cuando pensamos en nuestra madre y nos suena el teléfono al medio minuto con ella al otro lado, pero a pesar de ello seguimos creyéndonos insignificantes ante la imagen separada que nos han hecho de Dios y pensamos que es él quien nos «hace» todo.
Dios no interfiere
Dios es origen de todo por lo que su esencia está en todo pero no interfiere. Dios no empuja a que las cosas sucedan, los que empujamos somos nosotros, materia con ego, con la capacidad heredada de crear de nuestro creador y hacer que las cosas sucedan. Dios nos da el libre albedrío que queremos y al estar en el plano de la materia nos permite modificar lo que denominamos “experiencias de vida”, nuestra vida la creamos nosotros de modo que no tiene sentido culparle de nada de lo que nos suceda.
Cuando pasa el tiempo y miramos atrás solemos decir que lo que nos sucedió tiene sentido, puede que no nos gustara pero tiene sentido y lo aceptamos. Pocas veces decimos “cambiaría esto de nuestra vida” salvo que seamos todavía muy jóvenes y no veamos nuestra vida con la perspectiva suficiente para darnos cuenta de que todo sucedió como debió suceder. Llega un momento en que nos damos cuenta, sentimos un agradecimiento interior y damos la razón a algo que llamamos destino, o universo, o Dios… sentimos estar en paz con los acontecimientos pasados, que gracias a ellos estamos donde estamos o que gracias a ellos vemos la abundancia (de amor, salud, dinero o cualquier cosa que se te ocurra) que tenemos en el momento que lo vemos.
Dios no es injusto con nadie, sólo es conciencia pura, infinita, que siempre está creando, todo lo da, pidamos lo que pidamos, nos lo da. No suele ser cuando queremos ni con la forma que hemos pedido o exigido pero, llegado el momento, nos dará algo que cumplirá las mismas expectativas de igual modo. La clave está en dejar que él sincronice todo y nosotros estemos preparados para recibirlo en la forma, color y momento que sea. Pedir y entregar el “cómo”. Pedir y dejar hacer, sin exigencias ni requisitos. No está en nuestra mano dar forma a lo que exigimos sino sentirlo. Sentir es la única forma que tenemos para hacer realidad nuestras peticiones.
Pero la mente interfiere constantemente de modo que hay que acallarla para poder sentir, para poder conectar con Dios. Nuestra mente le dice a Dios cómo debe ser aquello que pedimos. Le exigimos con concreción de detalles aquello que creemos que satisfará nuestra necesidad y, esa costumbre de exigir a menudo se ve recompensada con la entrega de algo diferente a lo que exigimos que nos hace pensar que Dios no ha escuchado, no nos ha oído o que, sencillamente, no estaba ahí para escucharnos.
Creemos, por enseñanzas que recibimos de personas sin conexión con Dios, que Dios es un ser que exige, separa, castiga y al que debemos demostrar constantemente nuestro servicio y que cuando cumplamos sus expectativas entonces nos dará lo que le pedimos. Sentimos ausencia de amor en nuestra vida porque creemos que Dios no está con nosotros y todo a nuestro alrededor carece de amor, nos duele, nos sentimos solos o despreciados… Pareciera que Dios no nos acepta y que todo lo que intentamos para demostrarle que merecemos su amor no es nunca suficiente. Es agotador pensar así ¿no te parece? Nunca te sentirás en paz y Dios no quiere eso, te ama tanto que te manda constantemente señales que eres incapaz de ver. Estás cegado por el dolor pero no desiste nunca. Sólo sigue mandando señales y espera paciente a que estés preparado para percibirlas cosa que sólo sucede cuando te rindes ante los infortunios, cuando dejas de intentar definir los parámetros exactos de aquello que quieres recibir, cuando dejas de controlar las cosas, de juzgar qué es mejor o peor, bueno o malo, adecuado o inadecuado… cuando dejas de escuchar a esa voz interior que te vuelve loco o loca y sólo escuchas y observas, de repente empiezas a percibir los mensajes y las señales de su amor. Rendirse es entonces un puente hacia su esencia y ese puente puede ser corto o largo dependiendo de lo que tu ego haya creado durante tu experiencia de vida. Si tus experiencias han sido muy intensas, necesitarás algo más de tiempo para recorrerlo pero al final siempre llegamos a Él. Por mucho que nos paremos y retrocedamos, al final siempre terminaremos llegando porque la cualidad a la que hemos decidido dar mayor poder en esta existencia es el tiempo.
Medimos todo con el tiempo porque es un parámetro acotable. Sabemos que vamos a morirnos algún día y ello marca los hitos básicos que contiene una vida y ya conocemos tras tantas vidas: nacer, crecer, crear vínculos que nos sostengan, trabajar para sostener a su vez esos vínculos, procrear para mantener el sistema, envejecer, morir… El tiempo sabemos más o menos cuánto puede ser, nuestra mente lo ajusta a unas expectativas inculcadas desde pequeños. A medida que nos hacemos mayores vamos construyendo esas experiencias pensando que van a hacernos el escalón siguiente algo más fácil de subir. Y pensamos que estamos subiendo porque identificamos el pasar del tiempo como una escalera, que implica esfuerzo y carga. Cuando nacemos somos seres puros, con toda la energía a nuestra disposición. Cuando envejecemos hemos “gastado” parte de esa energía y tenemos menos disponible por lo que subir los escalones de la vida nos cuesta más, parece que todo pesa, intentamos llevar menos carga para prepararnos ante el desenlace pero sin embargo no queremos que llegue y nos llenamos de mochilas para ralentizar el tiempo. Sentirnos ocupados nos esconde el paradigma que nos han inculcado y que hemos creído de que el tiempo pasa, la materia envejece y nosotros con ella.
¿Y si te dijera que el tiempo no existe? ¿que la materia es una capa? ¿que la esencia de Dios permanece y que tú, como parte de esa esencia, permaneces en consecuencia? De esto hablo en el próximo artículo.
Namaste lectores.
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